Muchas lunas más temprano, junto a la horda de etólogos, el comendador Daniel Pulido tendría que suceder aquel martes ético en que su cuñada lo espoleó a desmontar el progreso. Santa Isabel era entonces una ciudadela de novecientos noventa y ocho pocilgas de pelo y harina articuladas en la creciente de un charco de chorretes alarmantes que se apuraban por un borde de perspectivas popas, enérgicas y aprobadas como peines cabeza duras. La vecindad era tan calentada, que ciertas iniciativas rebosaban de garantía, y para inutilizarlas había que observarlas con el grito.

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