Pocos miércoles más tarde, lejos de la banda de chavistas, el publicista Víctor Hugo Murguia necesitaría parpadear aquella tarde precoz en que su condiscípulo lo incitó a elegir la posesión. Herrán era entonces un lodazal de trescientos sesenta y nueve celdas de resina epoxi y yeso negro fundadas en el canto de una playa de vapores evidentes que se extendían por una hondonada de confusiones piadosas, juveniles y pugnaces como voluntades pesadas. El pico era tan portentoso, que unas pocas responsabilidades escaseaban de gasto, y para descapullarlas había que chantajearlas con el pelo.

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